*“Clic, clic, clic”, golpecitos en la oscuridad, una ramita golpeaba sutilmente la parte trasera de la cabaña. Un escalofrío subió desde mi estómago a mis hombros y la luz del cirio comenzó a parpadear, como si de un ojo de fuego se tratase. -“Cálmate” –Dije para mis adentros-. *En el silencio pude oír risillas a lo lejos, una carcajada esporádica y el sonido de pasos en la hierba, como si alguien bailase desordenadamente. “Clac, clac, clac”, pequeños pasos alrededor de la cabaña
Por: Álex Cazarín
Levantó su mano
y pude notar que en aquella hoja de papel se hallaba escrito el número 13 en
crayón rojo sobre una pequeña tarjeta negra. Yo era uno de los últimos cinco a
los que se les designaría un lugar para trasladarse el domingo, dos días después del curso al que
nos habían llamado donde nos entregarían material extra y nos dedicaríamos a
llenar papeles de registros así como otros datos necesarios sobre el año
escolar anterior, conocida como la "Reunión de Tutores" o simplemente (RT).
Era mi primera reunión desde que me uní al Consejo Nacional de Fomento Educativo, yo era joven e
inexperto, pero contaba con mi ayuda para enseñar a los niños en las zonas
rurales más alejadas donde la Secretaría de Educación Pública se niega a enviar
profesores con plaza fija. ¿La razón? Simple política, pues es más fácil y
barato enviar jóvenes en busca de un salario con beca incluida como era mi
caso, a quienes pagaban el mínimo con algunas prestaciones que era mejor que
nada a pagar el exorbitante salario de un maestro que es, sin lugar a dudas, diez
veces más grande que los 800 pesos semanales que a nosotros nos daban.
En aquella
ocasión tocó dirigirme a una comunidad al sureste del estado de Veracruz,
concretamente dentro de la zona del Uxpanapa, conocida como “Palancares”. Por
mi parte me encontraba satisfecho pues era un lugar dentro de la media de
distancia en cuanto a las comunidades ya que algunas incluso, estaban dentro de
la zona serrana de Chiapas a las que difícilmente se podía acceder.
Al llegar el
domingo ya tenía todo preparado para partir y tomé un vetusto autobús rural que
me dejaría cerca de mi destino conocido como el paraje de Tenochititlán, un
pequeño poblado a orillas del camino donde tendría que esperar una camioneta
que pasaba justo en mi destino, sin embargo, todavía tenía que cruzar el río
Uxpanapa para llegar, por lo que mi arribo se tornó en horas de espera y
aburrimiento que se alargaron hasta cerca de las 16:00 horas, cuando por fin llegó
la camioneta.
Tras ir hacinado
con al menos una docena de campesinos por al menos una hora y media, por lo
accidentado del camino, llegamos a la cima de una colina que serpenteaba hasta
donde se podía ver un camino largo que se perdía en la arboleda hasta por al
menos un kilómetro, justo en medio se encontraba la escuela en la que
impartiría clases.
Poblado 11, en el Uxpanapa. (Foto.-Redes) |
Recuerdo que a
simple vista se hallaban unas cuantas casas de madera escondidas entre los
árboles y algunas columnas de humo a lo lejos que delataban la posición de
otras casas alrededor, ninguna cerca de mi ubicación.
Justo al lado se encontraba mi alijamiento, en
un desnivel a unos cuantos metros de la escuela que no era más que una
cabaña vieja y larga de madera a la que poco o nada se le había dado
mantenimiento, se hallaba el cuarto que compartiría con otros dos maestros más
que llegarían al día siguiente.
El lugar se
encontraba cerrado pero un hombre llegó a pie a mi encuentro a los pocos
minutos luego de que el chofer del transporte en el que llegué, avisara a uno
de los pobladores de mi arribo. Solo se presentó como el coordinador de padres
de familia y a nombre de la comunidad me dio la bienvenida y entregó un juego
de llaves entre las que se encontraba las de mi habitación, los baños, el salón
de primaria y el kínder que se encontraba atrás, a unos veinte metros de distancia.
El coordinador
no era un hombre de palabras pues luego de darme la bienvenida aseguró que
“alguien” traería la cena más tarde y se retiró, no imaginaba que la
experiencia con aquellos niños extraños marcaría mi llegada a esa comunidad.
Como mencioné anteriormente, se trataba de
una chiquilla morenita de cabello negro en trenzas quien portaba un vestido
color rosa pastel, de entre seis y ocho años de edad, un poco pálida para su
edad, así como dos niños de al menos 11 años, ambos con la ropa que suelen usar
los niños que imitan a sus padres en el campo, botas de hule, pantalones de
mezclilla desgastados y camisa marcada por el uso rudo así como sombreros de
paja. No dijeron una sola palabra, pero en aquella ocasión les dije que podían
pasar para que me dijeran en qué podía ayudarlos.
Más tarde,
mientras me encontraba solo, recordé que en una ocasión escuché a mis padres
decir que un “mal espíritu” no puede entrar en una casa si no es invitado
primero o entra contigo de alguna manera así que consideré que si, “esas cosas”
eran lo que creía, hice mal con dejarlos entrar a mi puerta.
Cuando pasaron,
uno de ellos se sentó en mi catre y se acomodó para ver en silencio cada uno de
mis movimientos con curiosidad; el otro niño caminó a mi derecha hasta la mesa
donde me encontraba de pie y se sentó en una silla cómodamente, donde llevó su
mentón a las manos para observar a detalle mi expresión. La niña, como dije, luego de mirar por dentro
el lugar, parece que no encontró algo de interés pues salió de la cabaña en
silencio y comenzó a correr alegremente mientras en tono juguetón golpeaba las
paredes de madera con una rama de árbol que se encontraba por ahí en el suelo
mientras cantaba algo con esa vocecita chillona mientras al compás de su alegre
danza.
Mi nerviosismo
aumentaba conforme pasaban los minutos pues los niños no se movían de sus
lugares, intenté no prestarles mucha atención pero aquellos ojos pesaban en mis
hombros, incluso pude sentir cómo se me erizaba la piel todavía más con el
canto de la niña que no paraba de correr alrededor de la cabaña mientras
cantaba y agitaba esa rama a la vez que le pegaba a los muros.
-¿Y bien? ¿En
qué puedo ayudarlos? –Dije nervioso sin dejar de acomodar mis cosas-.
Por
un momento pude escuchar un murmullo de los niños, quienes se miraron el uno al
otro, sin embargo, sus voces eran agudas, incluso chillonas, como si imitaran
la voz de algún personaje de caricatura. La niña seguía bailando alrededor.
Volteé
y me dirigí al que estaba a mi derecha sentado a la mesa: “Mi nombre es Álex,
¿cómo te llamas?
-“Álex…
Álex…” –Dijo con aquella vocecilla.
Justo
en ese momento pude escuchar a lo lejos el chiflido de un hombre y claramente
pude notar los cascos del caballo que se aproximaban, mientras que el hombre
dijo: “Maistro, ¿ya está usted aquí?”.
Miré
a los niños y les dije, “no toquen nada”, mientras salía de la cabaña, a unos
cien metros se acercaba un hombre de al menos 60 años de edad, quien chiflaba
una alegre canción y me recibió con un alegre saludo desde su caballo.
-¿Cómo
está usted, maistro? –Dijo alegre el hombre.
-Aquí
nomas… -Respondí- Con los niños…
-¿Cuáles niños?
–Dijo al bajar de su montura y notar que dentro, no había nadie. Silencio,
oscuridad y un viento helado que emanaba desde el interior.
¿Qué sucedió? ¿Fueron reales esos chiquillos
de ojos vivaces que estaban conmigo en la cabaña? ¿Cómo era posible que el
hombre a caballo no pudiese notarlos? ¿Existía la posibilidad de que hubiesen
escapado por alguna rendija oculta en las paredes? Había tantas interrogantes y
cada una de ellas me llevaba al mismo sitio, la incertidumbre.
La noche
inevitablemente llegó y mi puerta se encontraba cerrada con dos candados, cabe
mencionar que no había luz eléctrica así que encendí un cirio rojo que encontré
entre las cosas olvidadas del lugar, afuera todo se tornó oscuro y lúgubre, era
una noche sin luna y a apenas se podía ver más allá de unos cuantos metros a la
distancia, todo lo demás eran sombras que bailaban al compás de los graznidos
de sabrá Dios qué animal sobre las copas, aullidos y chillidos guturales helaban
mi sangre en medio de la nada, sin nadie que infundiera siquiera una palabra de
aliento a mi espíritu que por más que se erguía valiente en la soledad, se
estremecía ante la sola idea de que aquellos visitantes fuesen demonios
interesados en mi alma y aquellos gritos, el reclamo de su derecho al yo
dejarlos entrar a mi morada.
Intenté calamar
mis turbios pensamientos, ya hacía una hora que una joven mujer llegó con un
morral de alimentos que ahora se encontraban en mi mesa, un plato de frijoles y
un cuenco con arroz sería mi cena esa noche además de un termo con atole
delicioso que me recordó al que hace mi madre.
La noche
transcurrió entre mi nerviosismo y la cena, que amenicé con un música de mi
discman del que nunca me separaba, coloqué un CD y conecté una pequeña bocina
azul portátil para distraer un poco mi ansiedad, me dispuse a comer mientras
leía un poco del programa que iba a utilizar esa semana con los niños hasta que
un ruido me sacó de mi concentración.
“Clic, clic,
clic”, golpecitos en la oscuridad, una ramita golpeaba sutilmente la parte
trasera de la cabaña. Un escalofrío subió desde mi estómago a mis hombros y la
luz del cirio comenzó a parpadear, como si de un ojo de fuego se tratase.
-“Cálmate” –Dije para mis adentros-.
En el silencio
pude oír risillas a lo lejos, una carcajada esporádica y el sonido de pasos en
la hierba, como si alguien bailase desordenadamente. “Clac, clac, clac”,
pequeños pasos alrededor de la cabaña que sonaban al chocar con las rocas en la
tierra y manitas que aplaudían al compás de la silente música de los infiernos.
El día se asoma y no he podido pegar un ojo en toda la madrugada. Alguien toca
a mi puerta.
(Nota.-El presente texto es obra y propiedad de su autor, se prohíbe la reproducción de dicho texto para fines no establecidos con el portal sin previa autorización.)
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