domingo, 9 de septiembre de 2018

La Cabaña (Parte II)


*“Clic, clic, clic”, golpecitos en la oscuridad, una ramita golpeaba sutilmente la parte trasera de la cabaña. Un escalofrío subió desde mi estómago a mis hombros y la luz del cirio comenzó a parpadear, como si de un ojo de fuego se tratase. -“Cálmate” –Dije para mis adentros-. *En el silencio pude oír risillas a lo lejos, una carcajada esporádica y el sonido de pasos en la hierba, como si alguien bailase desordenadamente. “Clac, clac, clac”, pequeños pasos alrededor de la cabaña

Por: Álex Cazarín

Levantó su mano y pude notar que en aquella hoja de papel se hallaba escrito el número 13 en crayón rojo sobre una pequeña tarjeta negra. Yo era uno de los últimos cinco a los que se les designaría un lugar para trasladarse  el domingo, dos días después del curso al que nos habían llamado donde nos entregarían material extra y nos dedicaríamos a llenar papeles de registros así como otros datos necesarios sobre el año escolar anterior, conocida como la "Reunión de Tutores" o simplemente (RT).
Era mi primera reunión desde que me uní al Consejo Nacional de Fomento Educativo, yo era joven e inexperto, pero contaba con mi ayuda para enseñar a los niños en las zonas rurales más alejadas donde la Secretaría de Educación Pública se niega a enviar profesores con plaza fija. ¿La razón? Simple política, pues es más fácil y barato enviar jóvenes en busca de un salario con beca incluida como era mi caso, a quienes pagaban el mínimo con algunas prestaciones que era mejor que nada a pagar el exorbitante salario de un maestro que es, sin lugar a dudas, diez veces más grande que los 800 pesos semanales que a nosotros nos daban.
En aquella ocasión tocó dirigirme a una comunidad al sureste del estado de Veracruz, concretamente dentro de la zona del Uxpanapa, conocida como “Palancares”. Por mi parte me encontraba satisfecho pues era un lugar dentro de la media de distancia en cuanto a las comunidades ya que algunas incluso, estaban dentro de la zona serrana de Chiapas a las que difícilmente se podía acceder.
Al llegar el domingo ya tenía todo preparado para partir y tomé un vetusto autobús rural que me dejaría cerca de mi destino conocido como el paraje de Tenochititlán, un pequeño poblado a orillas del camino donde tendría que esperar una camioneta que pasaba justo en mi destino, sin embargo, todavía tenía que cruzar el río Uxpanapa para llegar, por lo que mi arribo se tornó en horas de espera y aburrimiento que se alargaron hasta cerca de las 16:00 horas, cuando por fin llegó la camioneta.
 Tras ir hacinado con al menos una docena de campesinos por al menos una hora y media, por lo accidentado del camino, llegamos a la cima de una colina que serpenteaba hasta donde se podía ver un camino largo que se perdía en la arboleda hasta por al menos un kilómetro, justo en medio se encontraba la escuela en la que impartiría clases.
Poblado 11, en el Uxpanapa. (Foto.-Redes)
Recuerdo que a simple vista se hallaban unas cuantas casas de madera escondidas entre los árboles y algunas columnas de humo a lo lejos que delataban la posición de otras casas alrededor, ninguna cerca de mi ubicación.
Justo al lado se encontraba mi alijamiento, en un desnivel a unos cuantos metros de la escuela que no era más que una cabaña vieja y larga de madera a la que poco o nada se le había dado mantenimiento, se hallaba el cuarto que compartiría con otros dos maestros más que llegarían al día siguiente.
El lugar se encontraba cerrado pero un hombre llegó a pie a mi encuentro a los pocos minutos luego de que el chofer del transporte en el que llegué, avisara a uno de los pobladores de mi arribo. Solo se presentó como el coordinador de padres de familia y a nombre de la comunidad me dio la bienvenida y entregó un juego de llaves entre las que se encontraba las de mi habitación, los baños, el salón de primaria y el kínder que se encontraba atrás, a unos veinte metros de distancia.
El coordinador no era un hombre de palabras pues luego de darme la bienvenida aseguró que “alguien” traería la cena más tarde y se retiró, no imaginaba que la experiencia con aquellos niños  extraños marcaría mi llegada a esa comunidad.
Como mencioné anteriormente, se trataba de una chiquilla morenita de cabello negro en trenzas quien portaba un vestido color rosa pastel, de entre seis y ocho años de edad, un poco pálida para su edad, así como dos niños de al menos 11 años, ambos con la ropa que suelen usar los niños que imitan a sus padres en el campo, botas de hule, pantalones de mezclilla desgastados y camisa marcada por el uso rudo así como sombreros de paja. No dijeron una sola palabra, pero en aquella ocasión les dije que podían pasar para que me dijeran en qué podía ayudarlos.
Más tarde, mientras me encontraba solo, recordé que en una ocasión escuché a mis padres decir que un “mal espíritu” no puede entrar en una casa si no es invitado primero o entra contigo de alguna manera así que consideré que si, “esas cosas” eran lo que creía, hice mal con dejarlos entrar a mi puerta.
Cuando pasaron, uno de ellos se sentó en mi catre y se acomodó para ver en silencio cada uno de mis movimientos con curiosidad; el otro niño caminó a mi derecha hasta la mesa donde me encontraba de pie y se sentó en una silla cómodamente, donde llevó su mentón a las manos para observar a detalle mi expresión.  La niña, como dije, luego de mirar por dentro el lugar, parece que no encontró algo de interés pues salió de la cabaña en silencio y comenzó a correr alegremente mientras en tono juguetón golpeaba las paredes de madera con una rama de árbol que se encontraba por ahí en el suelo mientras cantaba algo con esa vocecita chillona mientras al compás de su alegre danza.
Mi nerviosismo aumentaba conforme pasaban los minutos pues los niños no se movían de sus lugares, intenté no prestarles mucha atención pero aquellos ojos pesaban en mis hombros, incluso pude sentir cómo se me erizaba la piel todavía más con el canto de la niña que no paraba de correr alrededor de la cabaña mientras cantaba y agitaba esa rama a la vez que le pegaba a los muros.
-¿Y bien? ¿En qué puedo ayudarlos? –Dije nervioso sin dejar de acomodar mis cosas-.
                  Por un momento pude escuchar un murmullo de los niños, quienes se miraron el uno al otro, sin embargo, sus voces eran agudas, incluso chillonas, como si imitaran la voz de algún personaje de caricatura. La niña seguía bailando alrededor.
                  Volteé y me dirigí al que estaba a mi derecha sentado a la mesa: “Mi nombre es Álex, ¿cómo te llamas?
                  -“Álex… Álex…” –Dijo con aquella vocecilla.
                  Justo en ese momento pude escuchar a lo lejos el chiflido de un hombre y claramente pude notar los cascos del caballo que se aproximaban, mientras que el hombre dijo: “Maistro, ¿ya está usted aquí?”.
                  Miré a los niños y les dije, “no toquen nada”, mientras salía de la cabaña, a unos cien metros se acercaba un hombre de al menos 60 años de edad, quien chiflaba una alegre canción y me recibió con un alegre saludo desde su caballo.
                  -¿Cómo está usted, maistro? –Dijo alegre el hombre.
                  -Aquí nomas… -Respondí- Con los niños…
-¿Cuáles niños? –Dijo al bajar de su montura y notar que dentro, no había nadie. Silencio, oscuridad y un viento helado que emanaba desde el interior. 
 ¿Qué sucedió? ¿Fueron reales esos chiquillos de ojos vivaces que estaban conmigo en la cabaña? ¿Cómo era posible que el hombre a caballo no pudiese notarlos? ¿Existía la posibilidad de que hubiesen escapado por alguna rendija oculta en las paredes? Había tantas interrogantes y cada una de ellas me llevaba al mismo sitio, la incertidumbre.
La noche inevitablemente llegó y mi puerta se encontraba cerrada con dos candados, cabe mencionar que no había luz eléctrica así que encendí un cirio rojo que encontré entre las cosas olvidadas del lugar, afuera todo se tornó oscuro y lúgubre, era una noche sin luna y a apenas se podía ver más allá de unos cuantos metros a la distancia, todo lo demás eran sombras que bailaban al compás de los graznidos de sabrá Dios qué animal sobre las copas, aullidos y chillidos guturales helaban mi sangre en medio de la nada, sin nadie que infundiera siquiera una palabra de aliento a mi espíritu que por más que se erguía valiente en la soledad, se estremecía ante la sola idea de que aquellos visitantes fuesen demonios interesados en mi alma y aquellos gritos, el reclamo de su derecho al yo dejarlos entrar a mi morada.
Intenté calamar mis turbios pensamientos, ya hacía una hora que una joven mujer llegó con un morral de alimentos que ahora se encontraban en mi mesa, un plato de frijoles y un cuenco con arroz sería mi cena esa noche además de un termo con atole delicioso que me recordó al que hace mi madre.
La noche transcurrió entre mi nerviosismo y la cena, que amenicé con un música de mi discman del que nunca me separaba, coloqué un CD y conecté una pequeña bocina azul portátil para distraer un poco mi ansiedad, me dispuse a comer mientras leía un poco del programa que iba a utilizar esa semana con los niños hasta que un ruido me sacó de mi concentración.
“Clic, clic, clic”, golpecitos en la oscuridad, una ramita golpeaba sutilmente la parte trasera de la cabaña. Un escalofrío subió desde mi estómago a mis hombros y la luz del cirio comenzó a parpadear, como si de un ojo de fuego se tratase. -“Cálmate” –Dije para mis adentros-.
En el silencio pude oír risillas a lo lejos, una carcajada esporádica y el sonido de pasos en la hierba, como si alguien bailase desordenadamente. “Clac, clac, clac”, pequeños pasos alrededor de la cabaña que sonaban al chocar con las rocas en la tierra y manitas que aplaudían al compás de la silente música de los infiernos. El día se asoma y no he podido pegar un ojo en toda la madrugada. Alguien toca a mi puerta.
(Nota.-El presente texto es obra y propiedad de su autor, se prohíbe la reproducción de dicho texto para fines no establecidos con el portal sin previa autorización.)

viernes, 7 de septiembre de 2018

La Cabaña (Parte I)

* En los rincones oscuros donde la presencia humana es casi nula, las leyendas ancestrales cobran vida en el silencio ininterrumpido que descansa al acecho de quienes se aventuran en pro de la civilización. *Los instintos básicos sucumben cada vez que se enfrenta a lo desconocido y todavía más, cuando se topa de frente con aquello que mora en las más horridas pesadillas. 



 Por: Álex Cazarín

En los rincones oscuros donde la presencia humana es casi nula, las leyendas ancestrales cobran vida en el silencio ininterrumpido que descansa al acecho de quienes se aventuran en pro de la civilización. En los resquicios de la quietud moran seres que la cultura del nuevo milenio cataloga como “ciencia ficción” e incluso colocan en un nuevo orden de la zoología no reconocida por la ciencia conocida como la “criptozoología”, que en la gran mayoría de las veces es tomada como “una ciencia de mentira”.
Con la llegada del nuevo siglo la mentalidad de las nuevas generaciones “despierta” y trae consigo multitud de conocimiento sobre hechos cotidianos, que para muchos resulta en lo que se conoce como “cultura popular”, datos y cifras que enriquecen la confianza en cada remesa de nuevas generaciones que han llegado a acrecentar su incredulidad cada vez más cerca a las peligrosas fronteras del límite permitido por la ciencia y la religión misma.
Sin embargo, se nos olvida que la “conciencia despierta” de las generaciones del nuevo milenio sucumbe ante los instintos más básicos cada vez que se enfrenta a lo desconocido y todavía más, cuando se topa de frente con aquello que mora en sus más horridas pesadillas a las que no puede negar a menos que desconfíe de sus propios ojos, encuentros que rompen con el dicho del santo: “Hasta no ver, no creer”.
Una de estas experiencias sucedió allá por el año 2005, cuando un servidor se encontraba de viaje por la zona sur de Veracruz, conocida como el Uxpanapa, lugar que colinda con la sierra chiapaneca y Oaxaca, parajes poco explorados por el hombre, donde las comunidades abundan cerca de la mancha urbana y otras que permanecen alejadas en busca de nuevas tierras de cultivo donde incluso vestigios de la antigua cultura Olmeca dejó sus huellas en cuevas, monolitos y figuras enterradas en el barro.
Me encontraba en aquél lugar en una misión de enseñanza para el Consejo Nacional de Fomento Educativo, joven, incrédulo y con las manos puestas en los libros que poseían el conocimiento dedicado a las mentes frescas de aquellos a los que urge una educación de calidad en los rincones más alejados del estado.



Río Uxpanapa, a la altura de "La Concepción". (Foto.-Redes)
Poco antes del inicio del ciclo escolar me tocó ir a una comunidad conocida como “Palancares”, una comunidad a la que logré arribar luego de cinco horas de transbordar en una camioneta de transporte rural y cruzar el majestuoso río Uxpanapa, que por aquél entonces se encontraba bastante turbio debido a las recientes lluvias y “crecidas” en la zona.  El lugar estaba bastante alejado que incluso el servicio de energía eléctrica era un sueño lejano para quienes habitan tan hermoso paraje, casitas de madera distanciadas desde varios cientos de metros hasta kilómetros unas de otras. Todas acogidas por los brazos de la vegetación que ha hecho suyo cada rincón hasta donde alcanza la vista, cuevas y pequeñas cascadas que están veladas de los curiosos, incluso de los mismos pobladores.
Zona serrana del Uxpanapa. (Foto.-Redes)
Al llegar, un sábado por la tarde alrededor de las 18:00 horas, fui recibido por un hombre quien dijo ser el coordinador de padres de familia de la comunidad, que había llegado a enseñarme una cabaña de madera de poco más de tres por tres metros, de la que me entregó un juego de llaves y afirmó que más tarde alguien traería algo de cenar, entre algunas recomendaciones me dijo algo que me dejó un poco pensativo: “Le ruego que por favor no salga de noche porque se puede perder… o tenga cuidado cuando por alguna razón tenga que salir porque aquí es muy peligroso, por estos lugares ‘el tigre’ hace de las suyas y podría ser su presa”, luego de la advertencia salió del lugar con una sonrisa propia de los habitantes de aquella región veracruzana, cálido y risueño.
El sol daba de frente a la puerta y pude notar que ya era bastante tarde además de que el silencio era total en aquel paraje, en un principio dudé en sus palabras, -¿Un tigre? Que va…- Dije en tono sarcástico, pues para mí, el concepto de un felino cuyo origen y hábitat son las frías regiones de Asia, resultaba en una simple broma para asustar al forastero en turno e incluso barajee la posibilidad de que se tratara de un ejemplar que tal vez se escapó de algún circo o de alguna hacienda de gente adinerada, por lo que decidí hacer caso de la advertencia así fuese una broma.
En eso se entretenía mi mente mientras sacaba las cosas de la maleta y preparaba una vetusta mesa como escritorio, libros de texto que usaría en aquella semana con los niños de educación primaria de los que me haría cargo, lapiceros y libretas por igual; también esperaba la llegada de dos compañeros más, Carlos Mario y Manuel, un par de docentes más que trabajarían conmigo en esa pequeña escuela rural.
Recuerdo que de una pequeña maleta negra saqué varios tomos de lectura y redacción así como de matemáticas con los que prepararía un pequeño test para los niños a fin de probar sus capacidades antes de aventurarme en enseñarles algo, sin embargo, me encontraba tan ensimismado en mis pensamientos que no pude notar a un trio de niños que se encontraban de pie en la puerta y miraban fijamente lo que hacía.
-Hola… -Dije un poco nervioso pues me sorprendieron lo sigilosos que fueron para que no pudiese notarlos. No respondieron-.
Montes y arboledas en el Uxpanapa. (Foto.-Redes)
Se trataba de una niña morenita de cabello negro en trenzas en un vestido color rosa pastel, de entre seis y ocho años de edad, así como dos varoncitos de al menos 11 años, ambos con botas de trabajo para el campo, pantalones azules y camisa blanca percudida así como sombreros de paja. Los tres con ojos curiosos que llegué a pensar, eran más negros que los de costumbre. No dijeron una sola palabra, pero les dije que podían pasar para que me dijeran en qué podía ayudarlos.
Entraron a la habitación, uno de ellos se sentó en mi catre y se acomodó para ver lo que hacía; el otro niño caminó hasta la mesa donde me encontraba y se sentó en una silla que jaló y se sentó luego de llevar su mentón a sus palmas para observar cómo acomodaba mis libros.  La niña, por su parte, luego de mirar por dentro el lugar, salió en silencio y comenzó a correr mientras en tono juguetón golpeaba las paredes de madera con una rama de árbol que se encontraba por ahí en el suelo mientras cantaba algo con esa vocecita chillona mientras tarareaba una melodía.
Mi nerviosismo aumentaba conforme pasaban los minutos pues los niños no se movían de sus lugares, incluso pude sentir cómo se erizaba mi piel al notar las miradas de aquellos chicos sobre mí a la par del canto de aquella chiquilla que no paraba de correr alrededor de la cabaña mientras cantaba y agitaba esa rama a la vez que le pegaba a los muros.
-¿Y bien? ¿En qué puedo ayudarlos? –Dije nervioso sin dejar de acomodar mis cosas, pues traté de parecer lo más calmado posible ante mis pequeños invitados, no quería generar desconfianza ante quienes podrían ser mis alumnos-.
                Por un momento pude escuchar un murmullo de los niños, quienes se miraron el uno al otro, sin embargo, sus voces eran agudas, incluso chillonas, como si imitaran la voz de algún personaje de caricatura. La niña seguía bailando alrededor.
                Volteé y me dirigí al que estaba a mi derecha sentado a la mesa: “Mi nombre es Álex, ¿cómo te llamas?
                -“Álex… Álex…” –Dijo con aquella vocecilla.
                Justo en ese momento pude escuchar a lo lejos el chiflido de un hombre y claramente pude notar los cascos del caballo que se aproximaban, mientras que el hombre dijo: “’Maistro’, ¿ya está usted aquí?”.
                Miré a los niños y les dije, “no toquen nada, ya vuelvo”, mientras me asomaba por la puerta y noté que a unos cien metros se acercaba un hombre de al menos 60 años de edad, quien chiflaba una alegre canción y me recibió con un saludo desde su caballo.
                -¿Cómo está usted, ‘maistro’? –Dijo alegre el hombre de campo.
                -Aquí nomas… -Respondí- Con los niños…
                -¿Cuáles niños? –Dijo al bajar de su montura y notar que dentro no había nadie. Silencio, oscuridad y un viento helado que emanaba desde el interior, como si se burlara de mí con una risilla al aire. 
                (Esta es la primera parte del relato, en breve publicaré la segunda parte de aquella horrible primera noche en la serranía y de la vez en la que pude ver a un ser ancestral a la cara.)


(Nota.-El presente texto es obra y propiedad de su autor, se prohíbe la reproducción de dicho texto para fines no establecidos con el portal sin previa autorización.)