martes, 9 de julio de 2019

La Cabaña (Parte III)



***De alguna manera mi corazón latía a mil por hora, mis manos frías solo atinaron a esconderse en mis bolsillos y la mirada, que no podía despegar aquellos cuadros, la desvié al camino por donde vi a aquella aparición.


Por: Álex Cazarín


-¿Es usted el nuevo maestro? –Preguntó una jovencita de no más de 17 años de edad, quien trajo un morral con un termo y un par de recipientes dentro de una bolsa color azul. El día era nublado y con ventarrones que dejaban aún más abajo mis ganas de iniciar el día, lunes por cierto- Dice me madre que si puede usted ir a comer más tarde o que igual, si gusta se le puede traer hasta acá, nosotros vivimos más arriba de la montaña.
La niña señaló más allá del camino que serpenteaba como a un kilómetro de distancia en línea recta por el enmontado camino.
-¡Claro, no se preocupen, yo mismo iré a hacerles escándalo cuando tenga hambre! –Dije intentando disimular mi cansancio por la noche en vela que tuve- De hecho sería como a las dos de la tarde en lo que termino unos pendientes.
La jovencita de vestido verde floreado se retiró en silencio luego de regalarme una sonrisa. Miré alrededor, el panorama parecía haber cambiado a como lo recordaba la tarde anterior a mi llegada.  Frente a mí, una extensión de al menos 600 metros de maleza de al menos medio metro de altura que se perdía hasta la arboleda de distintos tonos de verde, que era el paisaje común a mi izquierda o derecha; zona rural después de todo.
El día se me fue como agua entre los dedos pese a que durante las clases cabecee un par de veces, sin embargo, decidí sacar a mis 23 alumnos al patio de la escuela donde les hice practicar un par de rondas de calentamiento para disimular mi cansancio. Ya para las 13:00 horas los niños se retiraron a sus hogares, he de decir que me resultó curioso que la gran mayoría se internaba entre la maleza como si de un claro del camino se tratase.



Después de dejar el material de clases en la habitación y de cambiar mis ropas por algo más holgado, unas chanclas, bermudas y una simple sport, me encaminé a la casa de los García, quienes me recibieron con alegría. Una cabaña bastante humilde por fuera, de madera y láminas con algo de herrumbre por las inclemencias del tiempo. Sin embargo, por dentro, el hogar parecía otro, muebles hechos a manos bien barnizados, forrados con almohadas caseras y un toque bastante hogareño, una cocina bastante organizada y limpia que me sorprendió y enseñó que no todo en esta vida es apariencias.
-¿Qué tal maestro, como le fue en su primer día? –Preguntó el señor de la casa, un joven de al menos 35 a 40 años, quien regresaba bastante acalorado de las labores propias del campo, pues aún llevaba puestas sus botas de hule para el trabajo, un pantalón remendado color negro y su camisa aún empapada de sudor, por lo que esperaba en una silla de madera a un lado de la puerta-.
-Bien, la verdad es que son niños bastante obedientes, cooperan en lo que se les pide y no dan mucho problema a la hora de enseñarles. –Dije mientras tomaba asiento en la mesa, pues me esperaba un plato de barro con frijoles humeantes (la dieta por excelencia en ese lugar) el cual era acompañado de una rebanada de queso blanco y tortillas hechas a mano que desprendían un olor totalmente agradable al paladar.
-Cómo le fue en su llegada… ¿Todo bien? –Inquirió-.
-¿Por qué? –Cuestioné cauto-.
-Bueno, es que aquí siempre que llegan jovencitos como usted de la ciudad les cuesta estar en el campo sin las cosas a las que están acostumbrados. –Su expresión era serena, pero no dejaba de frotar sus manos una y otra vez-.
-No, la verdad es que sí me la pasé bastante nervioso, pero supongo que se trató del ajetreo del camino… Igual escuché ruidos extraños… -Dije para calar su respuesta-.
-Bueno maestro, quizás le sirva rezar un padre nuestro de vez en cuando, aunque por estos lares diosito no se aparece muy seguido que digamos. –Dijo con una divertida seriedad que dejó entrever en sus gestos-.
No hablamos más ya que la esposa del señor García llamó a los hijos, tres niñas de 4 a 13 años de edad a la mesa, mientras el padre se encontraba observando desde la puerta como si esperara a alguien. No transcurrió más plática que un paso por el clima y los anteriores docentes en el lugar, por lo que a no más de media hora partí de nuevo, solo que ahora en dirección contraria a la cabaña, pues quería llegar al siguiente pueblo que se encontraba a 40 minutos a pie, siguiendo por el único sendero visible. Sin embargo, antes de poner un pie fuera de casa, el señor García, quien aún miraba a un lado de la puerta, advirtió: “No se distraiga, mucha gente se pierde por seguir falsas indicaciones, le recomiendo que vaya y venga antes del anochecer, por aquí es muy peligroso”.



Ahora con dudas, me encaminé sobre el sendero pedregoso, un estrecho camino de un metro de ancho con extensiones verdes de tierras a cada lado hasta donde alcanza la vista luego de pasar por una ‘rejolla’ como le llaman en el área a un barranco de más de 10 metros de profundidad, pero no por supuesto, ni siquiera importa ante el majestuoso paisaje que me dejaba perplejo a sabiendas de que se trataba de un lugar no tan lejano de mi hogar.
Caminé por más de veinte minutos hasta que llegué a encontrarme a una mujer de edad avanzada quien me sonrió y dio las buenas tardes sin detener su camino, junto a ella, un perro mestizo color gris con negro y collar color vino, quien pareció ignorarme por completo. Observé por unos segundos la espalda de aquella mujer de rostro arrugado y una bata a cuadros color blanco con negro, me pareció por unos instantes percibir un olor bastante familiar, conocido, diría yo pues, me parecía al olor de las flores cuando permanecen remojadas por espacio de varias horas y su agua no es cambiada a tiempo, “a putrefacción de las flores”, dije para mí.




La dama detuvo su marcha a unos 10 metros de distancia y volteó para decir: “Cuando guste puede usted pasar por su humilde casa maestro”. La verdad no me sorprendí que supiese quién era yo pues a esas alturas casi todo el pueblo sabía de mí y mis compañero, quienes aún no llegaban sino hasta el día siguiente.
-Gracias señora, un placer mí… -Intenté darle la mano y presentarme como es debido, sin embargo, ella enseguida me dio la espalda al igual que el perro que la acompañaba, quien por unos instantes permaneció estático observándome en silencio de pies a cabeza con una mirada bastante humana, su gesto duro dio paso a un movimiento lento para seguirle el paso a su ama, quien se alejó con calma de la apresurada conversación.
No pasaron ni 15 minutos cuando llegué a un pueblecillo modesto de no más de 100 habitantes, donde una escuela, una iglesia y una tienda eran la novedad por ese entonces, sin mencionar a la gente, quienes extrañados elevaban levemente el rostro a manera de saludo cada que me topaba con uno de ellos.


En la tienda solo compré algunas cosas básicas no perecederos para no regresar en al menos una semana o bien, hasta el sábado o domingo, pues mi salida de ese lugar no sería sino hasta poco más de un par de meses por cuestiones de economía y practicidad. Ahí, perdí más de dos horas curioseando el lugar y observando un partido de fútbol que se disputaba en el campo local.
Sin embargo, cuando noté, ya eran más de las 17:30 horas y el sol casi anunciaba el fin del día, por lo que tomé las tres bolsas de plástico que tenía a mi lado y me dispuse a apretar el paso rumbo a mi cabaña. Podría jurar que el camino se me hizo más largo, pues me tomó alrededor de una hora llegar al punto donde encontré a la anciana, quien por azares del destino volví a toparme junto a su mascota que no parecía despegarse de su lado.
-¿Ya de regreso, hijo? –Dijo esbozando una sonrisa sin levantar la mirada-.
-Ya señora, ¿quiere que le ayude con sus cosas? –Pregunté al señalar un ramo de crisantemos que cargaba en su brazo izquierdo y a su derecha un cuadro no más grande que su antebrazo, por lo que quise ayudarla con su carga-.
-No hijo, no voy tan lejos, aquí a la vuelta me quedo… -No se detuvo y no quise incordiarla así que la dejé ir junto a su mascota-.
La tarde pintaba con tintes de una gran tormenta en el horizonte, el azul celeste daba paso a un naranja que se perdía entre las nubes grises que eran arrastradas por el viento que para esas horas ya se podía oler húmedo y bastante agresivo, así que decidí apretar el paso y llegar antes de verme caminando a oscuras.
No caminé más de unos 10 o 15 minutos cuando noté una reunión al lado del sendero, una veintena de personas, entre niños, jóvenes y adultos, todos habitantes de aquél lugar, con la mirada fija en la cerca que separaba una parcela del camino, conversando entre sí con alegría pero sin dejar de observar el cerco.
Al acercarme pude notar cómo emergía una cruz blanca de mármol de al menos veinte centímetros de la tierra, crisantemos y veladoras a su alrededor, un pequeño cuadro color rojo y junto a estos, un collar color vino.





-¿Quién diría que Bruno moriría el día del aniversario de mamá Hortensia? –Dijo una mujer de unos 50 años, quien ladeaba su cabeza en busca de consuelo al recordar a su madre fallecida-.
-Ese animalito se quedó con ella cuando le ‘pegó’ el infarto… Hasta el día que la llevamos a enterrar se quedó dos días en la tumba; si no es porque lo tuvimos que llevar amarrado sino se queda ahí… -Mencionó un hombre quien al parecer es hijo de la difunta, quien pasó la mano derecha sobre la espalda de la doliente-.
-Ya un año de que se fue ‘Tenchita’… -Dijo un hombre de al menos 80 años, sombrero vaquero y guayabera color rojo-.
Me acerqué para corroborar lo que erizaba mi piel desde segundos atrás. Separé a algunos de los presentes para que me dejaran ver de quién se trataba. Un cuadro color lila y dos fotografías, la principal, de una mujer de edad avanzada en bata de cuadros color negro, mirada serena y sonrisa cálida al lado de al menos 10 niños, sus nietos, supuse. Encima de esa fotografía y un cuarto de su tamaño, un perro mestizo color negro con manchas grises, de mirada recia y porte digno de un animal noble de raza.
De alguna manera mi corazón latía a mil por hora, mis manos frías solo atinaron a esconderse en mis bolsillos y la mirada, que no podía despegar aquellos cuadros, la desvié al camino por donde vi a aquella abuelita que caminaba con rumbo al cementerio del pueblo, como me enteré días después.